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ISSN 1989-4163

NUMERO 137 - NOVIEMBRE 2022

 

En la Espera, Tú y el Mar

Xavier Ramis

Sentada sobre esta cama ajena, miro por la ventana hacia dónde te dejé, a cientos de kilómetros de distancia, a través  de un mar infinito.

El mar, el mar; siempre el mar: El mar de Banville; El mar de Bonet; El mar, el mar de Murdoch; el mar, en Al faro de Wolf…

Esos libros, con el mar siempre protagonista, que leía y luego te pasaba, para que tú los leyeras. Me admirabas por mi amor a la cultura, yo a ti por tu rebeldía, tu inconformismo.

Este mar que nos separa y que estoy mirando ahora mismo, allá a lo lejos, con el Sol de poniente reflejado sobre su superficie, parece una lámina de metal brillante, la hoja de una guadaña refulgente… Pero no, no es hora aún de pensar en la muerte. Prefiero, en este trance, pensar en ti, recordar nuestra vida en común.

Cuando te conocí en la universidad, vestías como un payaso: abarcas menorquinas auténticas, no como las imitaciones que todos hacen ahora; pantalones rectos y  anchos, que dejaban todo el tobillo al descubierto; dos camisetas a rayas horizontales o de colores llamativos o de frases reivindicativas, puestas una encima de la otra, con los bajos a la vista, por fuera, alrededor de tu cintura. Nadie vestía así, aún no en aquella época, en la que todavía vivía el dictador. Yo, más formal y más seria, y con algunos años más que tú, me reía de ti y tú me devolvías más risas; poco a poco se me fue borrando el ceño adusto y, sin pretenderlo y sin darme cuenta, me enamoré.

Parece que fuera tan solo unos pocos años atrás y, sin embargo, cuánto tiempo ha pasado y cuántas cosas hemos vivido juntas. Han sido muchas las situaciones difíciles que hemos tenido que afrontar, durante todo este tiempo, pero juntas las hemos podido ir superando, una tras otra.

Estos últimos años, es cierto, nos habíamos ido distanciando. En parte, por la dichosa pandemia; también, por lo de nuestra hija y además, por esos otros acontecimientos, que ahora no quiero volver a recordar. Teníamos más desencuentros que nunca, a veces discutíamos, eso sí, siempre de forma muy civilizada, muy correcta; igual hubiera sido mejor habernos peleado de verdad: habernos lanzado cosas a la cabeza, habernos mordido, arañado, tirado de los pelos…, pero nunca lo hicimos durante esos treinta y cinco años que hemos vivido juntas. Y, sin embargo, lo cierto es que cada vez discutíamos más y estábamos más alejadas la una de la otra. Esto tienes que reconocérmelo; tú lo expresaste hace poco, cuando me dijistes que mientras que yo me había orientado hacia el modo hacer, tú, cada vez estabas, de manera más clara y decidida, en modo ser, en sentir. Ahí estaba implícito tu reconocimiento, por primera y única vez, de que no era solo yo la responsable de nuestro distanciamiento y que lo que a mi me reprochabas, también te lo habrías podido reprochar a ti misma. Ni siquiera sé si llegaste a ser consciente de tu autoinculpación.

Es cierto que yo siempre fui la más activa, mientras tú te abandonabas en una pasividad, que era más indolencia, que pereza. Yo era el Sol y tú eras la Luna, éramos el complemento perfecto, la una de la otra. Yo madrugaba, mientras tu seguías durmiendo, hasta media mañana; yo hacía la compra y cocinaba para ti y luego, ya por la tarde, te obligaba a vestirte, para que fuéramos al cine, a cenar, a un concierto, a bailar y entonces tú disfrutabas de todo ello, incluso más que yo misma. Luego, al volver a casa, me dabas las gracias por haberte obligado a salir, porque tú misma sabías mejor que nadie que si no hubiera sido porque era yo quien hacía los planes, yo quien lo organizaba todo, nada o casi nada hubiera funcionado en casa y casi nunca habríamos salido. En la cama, siempre era yo quien llevaba la iniciativa, mientras tú te dejabas hacer.

El sexo, ¡ah el sexo contigo, cómo lo he echado a faltar! El sexo siempre nos había unido. Era, las dos lo sabíamos, uno de nuestros pilares más sólidos. Me llegaste a decir, no sé si aún lo recordarás, que fue el sexo lo que te hizo decidir a venirte a  vivir conmigo y quedarte, que no habías sentido nunca antes con nadie, lo que sentías cuando hacías el amor conmigo. Tú, que habías tenido tantos amantes.

De todo lo que fuimos y todo lo que nos amamos, ¿qué nos ha quedado? Nada, absolutamente nada, excepto los recuerdos.

Mientras preparaba las maletas para este viaje, tuve una especie de revelación: este no era un viaje como los otros y las periódicas separaciones obligadas a las que ya nos habíamos acostumbrado. Nada más cerrar las maletas, sola en casa y cuando iba a llamar un taxi para ir al aeropuerto, de repente empecé a llorar, me sentí abatida; ese sentimiento de pérdida irreparable que no me ha abandonado desde entonces y que nada más llegar a Roma, lo percibí con toda claridad: este viaje era, en realidad, un exilio o, más bien, un destierro.

Ahora estoy aquí sola, vieja y triste, en este casa alquilada demasiado grande, en un lecho extraño, que ya no compartiré con nadie, mirando por la ventana, viendo como se apaga el día, igual que a mí se me está apagando la vida; mirando en tu dirección, para poder evocarte con la mayor claridad y despedirme sin rencor, mientras me voy adormeciendo.

 

 

 

 

 


 

 

En la espera

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
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